jueves, 29 de octubre de 2015

Barbarie vs. Humanidad (o viceversa) en El Gran Hotel Budapest


¿De qué sirve polemizar con la nada? Ya es hora de serenarnos, de triunfar sobre la fascinación de lo peor. No todo está perdido: quedan los bárbaros. ¿De dónde surgirán? No importa. Por el momento, bástenos saber que su arrancada no se hará esperar, que mientras se preparan para festejar nuestra ruina meditan sobre los medios para volver a erguirnos, para poner punto final a nuestros raciocinios y a nuestras frases. 

                                   E. M. Cioran, La tentación de existir.

Cada cual interpreta lo que ve, crea lo que percibe. Tiene que ver con quiénes somos, pero también con qué hemos vivido previamente, incluso casi inmediatamente antes. 
Unos días antes habíamos visto Whiplash (Damien Chacelle, 2014), una película dura, que narra la vida de un joven batería de jazz que intenta triunfar y cómo un profesor —el Sr. Fletcher— aplica una metodología realmente dura para conseguirlo. Sólo el esfuerzo máximo, sobrehumano, puede llevar a la gloria, parece indicarle constantemente. Únicamente si soportas la inmensa presión que conlleva puedes acceder al triunfo. Lo demás, la vida, el amor, la familia, no cuenta: sólo la gloria. En un momento, Fletcher dice una frase que, más o menos, era así: “bien hecho” es algo que no se debería decir nunca; porque todo se puede mejorar. Me agobió, lo reconozco, esa ansia neurótica por el perfeccionismo tan en boga en algunas sociedades y grupos.
Después vimos, también en familia, El Gran Hotel Budapest (Wes Anderson, 2014). De nuevo una relación maestro-alumno, pero en esta ocasión se defiende la humanidad. Se busca el éxito pero no a cualquier precio. En un momento determinado, Mr. Gustave, el conserje, el maestro, le dice a Zero, el discípulo, el botones: “bien hecho”. Sonreí al oírlo.
Cada cual, reitero, interpreta lo que ve. Yo, en Gran Hotel Budapest, decidí ver una película que trataba de la dialéctica entre Humanidad y Barbarie, una historia de la lucha contra la decadencia. 
Paradójica, porque la puesta en escena podría clasificarse como estéticamente “decadente” y donde los valores de los protagonistas parecen trasnochados y fuera de lugar. Y a pesar de todo, me pareció la más actual de las dos. Porque propone un futuro con corazón.
La historia: un flashback en que un escritor moderno describe cómo conoció a Zero y éste le relata sus aventuras como seguidor del mítico monsieur Gustave.
El lugar central: un hotel de lujo situado en un país imaginario, la república de Zubrowka, en el centro del continente.
El contexto histórico: la Europa de entreguerras.
Los protagonistas: Mr. Gustave, conserje del idílico hotel que, además de planificar a la perfección la marcha del establecimiento, perfumarse con la exclusiva L’Air de Panache o leerle poesías al resto de los empleados a la hora de las comidas, se dedica a “mantener contentas” a las señoras entradas en años que vuelven cada año con la excusa de “tomar las aguas”; Zero Mustafá, un botones, que se convierte en el protegido de Mr. Gustave; y Agatha, trabajadora de una pastelería exquisita, que acabará prometida con Zero.
Siendo tan diferentes tienen, sin embargo, mucho en común: su pasión por hacer bien su trabajo, su fidelidad al establecimiento y a los amigos, su sentido del honor, una opinión de la vida en la que las formas son básicas…. etc. etc.
El argumento: Nuestro admirado conserje recibe, en el testamento de una de las octogenarias a las que consuela, una pintura renacentista de gran valor que la familia de la finada, por supuesto, no está dispuesta a perder. Los tres protagonistas se encargarán, mediante audaces peripecias, de recuperarla.
Así de sencillo. Y sin embargo…
Lo me me conmovió, aparte de la belleza de la puesta en escena, el trabajo de sus actores y la meticulosidad de su montaje, fue su fondo, su moraleja: Frente a la Barbarie sólo puede erigirse la Civilización como epítome de la Humanidad, representada en su caso por el formalismo más acendrado, la defensa de la buena educación en las relaciones sociales y un sentido intemporal de la justicia. Todo ello apoyado en la defensa de mantener, en cualquier situación y aunque puedan parecer ridículas, absurdas e incluso contraproducentes, eso que antes se daba en llamar “las buenas maneras”.
De no ser así, parecen decirnos, de rendirnos a la falta de educación, a la grosería y a la insensatez implícita en la aceptación de la tiranía de la modernidad, la civilización está perdida y únicamente le queda seguir, acelerada, el camino en curso: el de la decadencia.
* * * * *
Decadencia, palabra maldita. En Occidente es un tema recurrente; ya desde los tiempos de San Agustín se aceptó la idea de que las sociedades, al igual que cualquier otro ser vivo, tienen un ciclo de vida —nacimiento, plenitud, envejecimiento y muerte— y, por tanto, sólo queda dilucidar en qué etapa nos encontramos y cuánto puede durar. Luego vendría  Edward E. Gibbon, que en el s. XVIII pondría los pilares con su Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, y lo coronaría Oswald Spengler con la publicación de La decadencia de Occidente, precisamente en la época de entreguerras en la que se sitúa esta historia.
Incluso hoy, y a pesar de las apariencias de triunfo del desarrollo científico y tecnológico, no es difícil encontrar argumentos pesimistas para justificar que ese camino hacia el precipicio es ya imparable, al menos en Europa. 
De entre estos múltiples argumentos, el del envejecimiento demográfico quizás sea el más palmario, aunque hay quien prefiere el deterioro ecológico, el cambio climático, el agotamiento de los recursos naturales o el fin del ciclo consumista. Y, visto lo visto,  más de uno se prepara, tras una minuciosa atención a los medios de comunicación, para un final quizás no muy lejano de nuestra forma de vida, a todas luces, según los agoreros, insostenible.
¿Quiénes serán los próximos dominadores tras la desaparición de los modernos dinosaurios (nosotros)? Pues como ya señaló Cioran, los de siempre: los bárbaros. Pueblos ajenos, demográficamente jóvenes, optimistas, luchadores, ambiciosos, poseídos de un claro sentido de la existencia, creyentes en su futuro y alejados de esa triste afición a la complacencia en la mierda tan propia de la autocrítica vana, metódica y sistemática con que tantos se prodigan por aquí. 
Pero, señalan los entendidos, de forma similar al citado Imperio Romano, antes de la llegada de bárbaros exteriores triunfarán —ya están triunfando— los interiores, los nuestros, los “de casa”. Y dejo al albur de cada cual que los elija, los clasifique y cuantifique su impacto.
Pero volvamos de nuevo atrás. En la Europa de entreguerras los bárbaros interiores triunfaron plenamente y únicamente con posterioridad estuvieron claramente tipificados. Fueron los regímenes totalitarios que triunfaban por doquier, de la Alemania nazi a la Rusia estalinista y otros “ismos” al uso. Lo cual no ha evitado que, pese a la derrota de los fascismos, la aparente moderación de nacionalismos exacerbados y la caída del Muro de Berlín, hoy se hayan suavizado las críticas a sus seguidores más recalcitrantes, que aún campan por sus respetos proclamándose, de nuevo, “salvadores de pueblos y de patrias”.
En la primera mitad del siglo XX llegaron y se impusieron —con distintas suertes y con duraciones dispares—  porque las hipócritas democracias nominales se manifestaron débiles, cobardes e incapaces de ejercer su poder legítimo para enfrentarse a la fuerza bruta y defender sus ideales con decisión y valor. En una palabra: decadentes frente a la barbarie apoyada de forma suicida, incluso, por una buena porción de sus habitantes, muchos de ellos pretendidos intelectuales.
Se repetía desde la antigua Grecia —y se sigue repitiendo— un esquema ya clásico de las decadencias: Los aristoi —“los mejores”— renuncian a hacerse cargo de sus responsabilidades sociales y se convierten en tiranos. La palabra aristocracia, lejos de mantener el significado original, pasa a definir a los componentes de una élite formal, hereditaria, cobarde y decadente, que acabará plegándose a cualquier cosa con tal de mantener los privilegios derivados de su estatus, aunque sea cambiando de chaqueta (en otros tiempos y lugares fueron condes y marqueses, o miembros del Politburó o la intelligentsia, ahora podrían ser políticos y empresarios afines). 
En estas nuevas fases, a veces tras vicisitudes y revoluciones, otros nuevos conceptos entran a dominar la escena política y social disfrazados de una cacareada democracia —el gobierno del pueblo— más formal y aparente que real: 
La plutocracia —el poder de la riqueza—, que tiende a dominar las instituciones y a diseminar la corrupción para mantenerse en el poder;
La oclocracia —la tiranía de la mayoría—, que se manifiesta cuando la demagogia se convierte en la forma de acceder al gobierno y el “pueblo”, tras el indoctrinamiento y la manipulación —el triunfo de los “ísmos”—, se ha convertido en plebe, en chusma (oclos); y por último, y como resultado de todo lo anterior, llega el triunfo de 
La cacocracia, opuesta a la original aristocracia y que significaría, esta vez de forma categórica, “el gobierno de los peores”. 
En ella hay que asumir que la corrupción y el descalabro, la incompetencia palmaria de los dirigentes y la voz en grito para tapar el vacío de ideas, estarán servidas como plato del día y la fuerza —del dinero, de las armas, de los demagogos, de los inútiles organizados— triunfará de forma incontestable arrollando a quienes no se identifiquen con la tribu del “ismo” dominante y comulguen con sus ruedas de molino.
En este ambiente, perfectamente retratado en la Europa de entreguerras, pero quizás no tan ajeno a nuestros propios tiempos, estos tres personajes, ajenos a las estúpidas élites tradicionales a las que sirven con su trabajo, se disponen a mantener las formas, a defender la educación esmerada y las buenas maneras y a salvar lo insalvable. 
Y, siendo como son contradictorios, al tiempo humildes y ambiciosos, valientes y amantes de la buena vida y la comodidad, lo logran manteniendo en pie, mientras pueden, su pequeño mundo, el Gran Hotel Budapest
Si no se puede salvar al mundo, parecen decirnos, salvemos nuestro hogar; si no podemos detener la caída, porque no somos dioses y estamos solos frente a tanta necedad y cobardía, luchemos, al menos, para ralentizarla. 
Si la Civilización está en peligro, intentemos coexistir —sin contaminarnos—al lado  de las nuevas élites bárbaras que tanto aplaude esa plebe animada, apreciando el valor de un clarete de buena añada y una opípara comida. Y que el resto del mundo (nosotros, de nuevo) pierda el tiempo lamentándose de todo lo que ha perdido por su cobardía y su estulticia. Mientras llegan los nuevos bárbaros que lo limpiarán todo. Amén.

Ferdinandus, d.s. bajo el signo de Escorpio

2 comentarios:

  1. Luminoso. De acuerdo con tu escrito desde la fecha a la firma.
    Imposible resaltar especialmente algún párrafo, alguna idea, pues una lleva a la otra, y todas son una. La asumida decadencia, la conformidad con la mediocridad y la sumisión a lo que se considera inevitable, el desastre en definitiva.
    Es cierto que terminamos poniéndo nuestro presente y nuestro futuro en manos de los peores, de los más indignos. Incluso intentan, casi siempre con éxito, adueñarse de la interpretación del pasado y la memoria.
    Comentaba en una epístola que, como maestro, pocos ejemplos de virtud se podían sacar de la sociedad actual, al menos de lo que en ella se tiene y propone por modelos de éxito, que particulares desconocidos sí que conozco, y muchos. Y que una sociedad que no puede poner por modelo a quienes la dirigen sólo muestra su propia decadencia.
    Seguramente esos desconocidos, que son muchos, que se arriesgan para salvar un perro en la autopista, que se juegan la vida para rescatar a un montañero o espeleólogo imprudente, esos anónimos personajes que dedican su tiempo a la lectura, a la caligrafía, a dibujar o a criar orquídeas, mostrando sensibilidad y buena criana ante tanta zafiedad sean la única esperanza.
    Como docente, debería tener a la educación como remedio y vacuna contra todo esto. Pero el abandono de la música, del arte, de la filosofía, el desprecio a las formas, la reverencia incuestionada ante todo lo que se presente como nuevo, la pérdida del norte que señalaba lo verdaderamente valioso... Todo esto es poco esperanzador.
    Tal vez necesitemos un tratamiento de choque para recuperar todos esos valores. Quizás, escribiendo recto entre renglones torcidos, estén en ello sin saberlo quienes dirigen el mundo.

    Un abrazo y gracias por tus comentarios y reflexiones.

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  2. Nunca me han gustado las teorías conspiranoicas, aunque reconozco que algunas son atractivas. En este caso, sin embargo, de vez en cuando me asalta la sospecha de una confabulación enorme; no de ninguna sociedad secreta ni organizada por la internacional capitalista, sino por algo más obtuso y, por ende, peligroso: el agregado, al montón, de la mediocridad más elemental, alimentada y en feedback constante con ciertos medios de comunicación. El triunfo de aquellos a los que Nietzsche denominaba "los demasiados". Y no pretendo ser elitista, ni sentirme superior, ni ninguna de esas mandangas. Pero siempre me sorprendo de la cantidad de gente con valores que comparten nuestro día a día, del inmenso número de personas —jóvenes y mayores— comunes, humildes, que en cada momento demuestran su heroísmo cuidando de su familia, ayudando a quien lo necesita, colaborando con ajenos como si fueran propios. Y, las pocas veces que veo la televisión, por poner un medio concreto, nunca son los protagonistas, ni a los que pretenden imitar los jóvenes, muchos de ellos —gracias a Dios no tanto como parece— preocupados y añorantes de que los seleccionen en el cásting del próximo Gran Hermano, Mujeres, Hombres y viceversa o cualquier otra cosa.
    Y, entre tanto, atentos a la encuestas y al "share", nuestra clase política. Y es para echarse a llorar, en términos generales y salvando las excepciones que hagan falta.

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