lunes, 21 de diciembre de 2015

De solsticios, equinoccios y otras naderías. Feliz Navidad y 2016 A.D.


La diferencia entre costumbre y tradición 
radica en el desconocimiento o conocimiento de los orígenes.


Dentro de unas horas, concretamente a las 5 horas y 48 minutos (hora oficial, no solar) del 22 de diciembre de 2015, dará comienzo, astronómicamente, el invierno y entraremos en el signo de Capricornio. La próxima luna llena será el día 25, a las 12 horas 11 minutos, situada en Cáncer. Todo ello según los datos que ofrece el Ministerio de Fomento.
Siempre me he definido como un hombre equinoccial. En este sentido, y lo sé, me repito, defiendo que el comienzo del año debería coincidir con el equinoccio de primavera, alrededor del 21 de marzo. Es en esa fecha en la que comienza el año astrológico —el primer signo, de todos es sabido, es Aries— e incluso, durante ciertos períodos de la Edad Media, y en unos países más que en otros, fue también el comienzo del año litúrgico, el denominado Anno de Gratia (A.G.) — diferenciado así de Anno Domine (A.D.)— que tenía una lógica aplastante: Si Cristo nace en la medianoche del solsticio de invierno, su llegada al mundo no habría que celebrarla ese día y a esa hora, sino cuando María, su madre, queda embarazada y Él se encarna, justo nueve meses antes, en el equinoccio de primavera. Para entender su importancia en nuestra historia “culta” búsquense cuadros de pintores famosos con el tema de la Natividad y compárense con los encontrados del tema de la Anunciación.
¡Pero si hasta en el Concilio de Nicea —allá por el 345 d.C.— uno de los puntos claves fue el establecimiento exacto de la Pascua, fecha alrededor de la cual había de girar el resto del año litúrgico! Y, obviamente, se decidió que fuera el domingo posterior al primer plenilunio tras el equinoccio de primavera. Qué curioso —o quizás no tanto— que en la imaginería cristiana coincidan, días arriba, días abajo, la llegada de Cristo a la Tierra —su encarnación, no su nacimiento— con su muerte, resurrección y ascensión definitiva a los cielos. 
Pero somos animales de costumbres y de celebraciones sin lógica ni tradición. 
Así que, cómo extrañarnos de celebrar el año nuevo el 1 de enero ¿qué pinta esa fecha, qué tiene que ver con el año trópico, tan propicio a establecer hitos y mojones en el tiempo religioso y civil? Pues nada. Cuentan viejas crónicas —creo recordar que lo leí en un texto de G. J. Whitrow, pero no tengo la referencia precisa— que era el momento en que, en la antigua Roma, se elegían cónsules. Ahí es nada. Pero la gente ya se sabe: a su bola.
El debate sería largo y prolijo. Y no merece la pena. Para los cristianos, pues: Feliz Navidad; para los solsticiales: Feliz Año Nuevo. Esa noche será la más larga del ciclo anual. A partir de mañana los días —la luz— irán ganando un corto espacio de tiempo a las noches —la oscuridad—: de ahí que tantos dioses —Cristo, Krisna, Mitra, Osiris …— hayan nacido en esta fecha y pueblos como los griegos o los romanos celebraran la llegada del Nuevo Sol, o Sol Invictus o fiestas agrícolas en honor de Dionisios o Saturno. Es el llamado solsticio hiemal, el que abre la puerta al invierno.
Lo de la Navidad el 24 y la noche vieja el 31, pues, se lo dejo a los aficionados a los villancicos, la jarana, las campanadas y a las uvas.
Ferdinandus, d.s. Bajo el signo de Sagitario, todavía.

P.S. Por cierto, que Cristo naciera el 24 de diciembre no se decidió por parte de la Iglesia hasta bien entrado el siglo IV, durante el dramático pontificado de Liberio y que dentro de unos días comencemos el año 2016 no se estableció, al parecer,  hasta el siglo VI, cuando el papa Juan I le encargó al monje Dionysius Exiguus que investigara sobre el tema, llegando dicho erudito a la conclusión de que el año de la Encarnación había coincidido con el 754 de la fundación de Roma. Luego siguieron los líos con las fechas, pero eso ya son historias olvidadas y sin sentido para la mayor parte de nosotros nosotros, tan aficionados a la costumbre.


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